7.6.04

La Virgen en tiempos de revolución

La revolución francesa trajo consigo el hundimiento de la sociedad estamental y de la monarquía francesa. Pero no se trató de una revolución, fue también una gran masacre; hoy se le llamaría genocidio. Sus víctimas no fueron solo los miembros del antiguo régimen, sino los propios revolucionarios. Y, para colmo, luego vinieron las guerras napoleónica; más que conquistas territoriales o desgracias materiales, lo que acarrearon fue la extensión del virus revolucionario -y de la inestabilidad que conllevaba- a toda Europa. La orgía de sangre se extendió desde Moscú a Lisboa sin ahorrar Estado o Nación alguna. Al iniciarse el segundo tercio del siglo XIX, Europa entera afrontaba una difícil situación. No se trataba solo de que las ideas emergentes, liberales, tenían un modelo de sociedad distinto al antiguo régimen, sino que, en la medida en que éste estaba identificado con la Iglesia, eran ideas anticlericales.

Pronto iglesias y conventos de toda Europa fueron objetivos privilegiados de los revolucionarios. Los continuos progresos y desmanes de los revolucionarios llevaron a la cristiandad a un clima de desmoralización y abatimiento. Justo en ese momento se inician las modernas "apariciones marianas" alcanzando tal intensidad que, en rigor, Pío XII pudo decir que el siglo XIX fue "el siglo de oro de María". Juan XXIII, por su parte, encuentra en esta época el inicio de lo que llama "la era mariana".

Fue en Francia, el país sin duda más afectado por los procesos revolucionarios de finales del siglo XVIII y del siglo XIX, donde se produjeron las cuatro grandes apariciones marianas reconocidas por la Iglesia. En los cuatro episodios, los niños (o adolescentes) fueron sus protagonistas. Y, aunque los mensajes volcados en el curso de las apariciones fueron muy distintos, en realidad, lo que hacen es preparar el camino para el gran misterio mariano del siglo XX: las apariciones de Fátima y éstas, a su vez, tienen su prolongación en las apariciones no reconocidas (1) de Garabaldal.
(E. Milá en Internet)

(1) Pero el juicio eclesiástico no es definitivo

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