16.6.04

San Francisco de Asís y María


Nuestro Seráfico Padre es uno de esos hombres insignes previstos y predestinados en la mente divina para las grandes gestas de la gloria de Dios, y Asís el lugar preordenado por el Señor para irradiar su acción bienhechora sobre inmensa muchedumbre de almas.

En fuerza de la asociación inseparable que existe entre Jesucristo y su Santísima Madre por virtud del misterio de la Encarnación, toda acción divina, allí donde obre, ha de ir siempre acompañada de la cooperación de la Santísima Virgen, que será más o menos manifiesta a nuestros humanos ojos, pero realísima y hondamente radicada en este principio teológico, rector de la presente economía de la gracia.

La pasmosa vida sobrenatural de Francisco, tan rica en divinas experiencias como favorecida en dones celestiales, que le habían de constituir el gran cantor de las divinas alabanzas en el acordado concierto de la creación y aptísimo al par que docilísimo instrumento, manejado por manos divinas, para irradiar poderosas corrientes de vida sobrenatural, debió tener, y tuvo, según el principio enunciado, una vida mariana abundante y opulenta, radicada en lo más íntimo de su espíritu, con sabrosísimas experiencias de la presencia de la Virgen Santísima en su alma. Y el nacimiento de su obra, de prolongado y profundo apostolado, había de tener también como cuna la ciudad de Asís y cabe al santuario de la Santísima Virgen de los Angeles, madre y maestra de aquella pequeña grey, origen y principio de la Orden Seráfica.

La Orden Franciscana es, en los planes de Dios, una pieza de excepcional importancia en la contextura de la historia de la Iglesia. Los hechos así lo han demostrado y siguen demostrándolo. Forzoso era, que, siguiendo la ley natural, también estuviera presente la Virgen Santísima en el origen y ulterior proceso y actividad de esta grande obra.

N. S. Padre, en quien, según venimos diciendo, los divinos carismas con tanta prodigalidad habían de darse cita, debió tener una vida mariana intensa, porque también fue muy subida su vida divina interior, y porque era el fundador de una grande obra de irradiación de los dones divinos. Aunque los testimonios de la vida mariana del Santo Padre que han llegado a nosotros no son muy abundantes, son, sin embargo, muy significativos y elocuentes en orden a esta espiritualidad.

Dice San Buenaventura: «Nunca he leído de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen» (1). Y de San Francisco, el Santo Doctor no solamente leyó su vida, sino que fue escritor de sus gestas. Como biógrafo, pues, del Seráfico Padre, cuyas fuentes de información fueron los propios compañeros del Santo Padre, pudo sondear muy bien las interioridades del espíritu del Pobrecillo, para descubrir allí los principios rectores de toda su esplendorosa vida espiritual. Naturalmente, éstos no podían ser más que Jesús y María.

Es principio teológico inconcuso, como luego veremos, que la acción de la Santísima Virgen en el proceso de toda vida cristiana a partir del santo Bautismo, y aun antes de él por la vocación a la fe, es realísima y honda, como colaboradora que es del mismo principio fontal de donde dimanan todos los dones divinos, que es Jesucristo. Esta actuación, real en todas las almas, puede ser más o menos consciente en el sujeto que la recibe y, consiguientemente, con manifestaciones más o menos explícitas, en el desarrollo normal de la vida espiritual del cristiano.

Nuestro Santo Padre, predestinado por el Señor para fundar la Orden que, con el transcurso del tiempo había de vivir, sentir y defender la gran prerrogativa de la Virgen Santísima, su Concepción Inmaculada, forzoso era que la vida mariana fuera en él intensa y plenamente consciente.


Cimabue: La Virgen en majestad (Basílica de Asís)

Nos dice su biógrafo San Buenaventura en la Leyenda Mayor: «Su amor para con la bienaventurada Madre de Cristo, la Purísima Virgen María, era realmente indecible, pues nacía en su corazón al considerar que Ella había convertido en hermano nuestro al mismo Rey y Señor de la gloria, y que por Ella habíamos merecido la divina misericordia» (LM 9,3). Magnífico testimonio de contenido profundamente teológico de la vida mariana del Seráfico Padre: la asociación de la Santísima Virgen al misterio de la Encarnación y Redención, y su cooperación como causa meritoria de la misma.

Este «amor realmente indecible» del Santo Padre, de que nos habla San Buenaventura, tiene su magnífica y esplendorosa manifestación en el bellísimo Saludo que el Pobrecillo dirige a la celestial Reina, el cual se halla en sus opúsculos o escritos (SalVM).

Si bien la vida cristiana es sustancialmente una, tanto en los individuos como en las instituciones, sin embargo su fecundidad divina es tal que, sin menoscabo de esta unidad, produce una variadísima floración de celestiales matices por los cuales no es difícil reconocer en ellos los rasgos peculiares de la fisonomía moral de Jesucristo y, consiguientemente también, de su Madre, que da personalidad sobrenatural al individuo o la institución que se nutre de esta vida.

El rasgo divino que San Francisco reproduce de la fisonomía de Jesús y de su Madre, es la virtud de la pobreza evangélica, que lleva en sí contenidas, como las premisas contienen las consecuencias, la humildad, la sencillez evangélica, la infancia espiritual, el desapego a todo lo terreno.

Es el propio San Buenaventura quien nos presenta este matiz divino de la vida del Seráfico Padre: «Frecuentemente -dice- se ponía a meditar, sin poder contener las lágrimas, en la pobreza de Cristo y de su Madre Santísima, y después de haberla estudiado en ellos, aseguraba ser la pobreza la reina de todas las virtudes, pues tanto había resplandecido y tanto había sido amada por el Rey de los reyes y por su Madre la Reina de los Cielos» (LM 7,1).

Lo mismo dicen otras fuentes biográficas: 2 Cel 83, 85, 200; TC 15; LP 51. Y el propio San Francisco, en la Carta dirigida a todos los fieles, dice: «Este Verbo del Padre..., siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5; [Jamás habla Francisco -señala el P. Iriarte- de la pobreza de Jesús sin que asocie a ella el recuerdo de la pobreza de la Virgen, su Madre: 1 R 9,5; UltVol 1]).

Estos caracteres de la vida divina de Francisco no podían menos que pasar a su obra. Así que la Orden por él fundada había de estar asentada sobre la virtud de la pobreza evangélica, y mecida su cuna al calor de la Santísima Virgen.

Quiso la divina Providencia que fuera esta pobrísima cuna la iglesita dedicada a Santa María de los Angeles.

Que el Seráfico Padre tuviera perfecto conocimiento de la acción poderosa y decisiva de la Santísima Virgen en los principios de la Orden Franciscana, lo atestigua San Buenaventura: «Francisco -dice-, pastor amantísimo de aquella pequeña grey, siguiendo los impulsos de la divina gracia, condujo a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula; siendo su fin al obrar de este modo, el que así como en aquel lugar y por los méritos de la bienaventurada Virgen María había tenido principio la Orden de los Frailes Menores, así también allí mismo recibiese, con los auxilios de la bendita Madre de Dios, sus primeros progresos y aumentos en la virtud» (LM 4,5). Lo mismo refieren otras fuentes biográficas: 1 Cel 21-23 y 106; 2 Cel 18-19; EP 83.

Profundamente radicadas ya en la devoción dulcísima de la Santísima Virgen la vida sobrenatural de Francisco y la de los doce primeros discípulos suyos, fundamentos sobre los que había de sentarse la gran obra que él fundara, la Orden Seráfica logrará ya desde su origen la plena conciencia del espíritu vital mariano que habría de ser su principio rector con el transcurso del tiempo. Quedaba, pues, plenamente vinculada la Orden Franciscana a la acción vivificadora de la Santísima Virgen. Como consecuencia lógica de este estado de cosas, y como coronamiento de esta obra, procedía ahora una declaración del Santo Fundador poniendo la Orden bajo el amparo y plena tutela de María Santísima, dedicándola a su gloria; o sea, hablando en términos modernos, consagrando la Orden a la Santísima Virgen María. Que el Santo Padre cerrara su obra con este broche de oro nos lo dice el Seráfico Doctor con estas lacónicas palabras: «En María, después de Cristo, tenía Francisco puesta toda su confianza; por lo cual la constituyó abogada suya y de sus religiosos, y a honor suyo ayunaba devotamente desde la fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo hasta el día de la Asunción» (LM 9,3).

Y si queremos ahondar más en el conocimiento de la influencia poderosa de la oración de Francisco en el Corazón maternal de María, no sólo en favor de sus religiosos, sino también de todos los fieles, cuya salud espiritual tanto conmovía el celo por las almas del Seráfico Padre, recordemos la tierna y conmovedora escena del origen de la Indulgencia de la Porciúncula, en cuya capilla se instituye el primer Jubileo Mariano en la historia de la Iglesia, por el cual queda convertida esta bendita capilla en potentísimo centro de irradiación de toda suerte de dones celestiales que, dimanando de Jesús y pasando todos ellos por María, han santificado y siguen santificando a tantas almas.

(León Amorós, o.f.m. en http://www.franciscanos.org.)

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