24.6.04

Visiones de la Madre de Dios (I), con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo

- ¿Quieres decirme algo, Jesús mío?
- Sí, mira.
Veo a un hombre y una mujer llorando, un Angel rubio y grande les señala una dirección con el brazo y la mano izquierda extendidos hacia un lugar, en la mano derecha tiene una espada de doble filo, las puntas están hacia abajo, viste de blanco.
- Sigue mirando.
Veo a la Santísima Virgen, de su cuerpo veo los brazos, las manos, los hombros, la cabeza, la carita, en el pecho hay una paloma blanca con las alas abiertas, que tiene tanta luz que el resto de la Santísima Virgen es todo luz.
Ahora va juntando las manos y coge en ellas a la paloma que se acurruca en sus manos.
- Sigue mirando.
Ahora la palomita se da la vuelta y la mira a la carita, ahora sí veo la parte de abajo del vestido y los pies de la Santísima Virgen.
Es como si la palomita sonriera a la Santísima Virgen.
Ahora eleva las manos la Santísima Virgen y la Paloma que en sus manos se había hecho pequeñita, del tamaño de un gorrión echa a volar y se va haciendo más grande.
- Sigue mirando.
Veo al Padre sentado en un trono con los Angeles y Arcángeles, vestidos de blanco, en el regazo del PADRE está la palomita que ya no es tan grande, pero tampoco tan pequeña como un gorrión.
- Sigue mirando.
Ahora hay un Niño en el regazo del PADRE, eres Tú, Jesús, pero pequeñito.
- Así es. Sigue mirando.
Veo que estás sobre un lienzo blanco, el PADRE te coge con sus manos, te eleva y los Angeles se acercan, cogen el lienzo y con mucho cuidado te llevan... ¿adónde?
- Sigue mirando.
Veo a la Santísima Virgen de rodillas, está rezando, está con los ojos cerrados y embelesada en la oración.
Los Angeles te llevan a su lado y te ponen en el suelo, pero siempre con ese lienzo debajo de Tí.
- Sigue mirando.
Hay otra mujer más atrás que también está rezando.
- Sigue mirando.
San José también tiene los ojos cerrados.

Educadora y guardiana de la fe

Joachin Boufflet. Las apariciones de la Virgen En "con-apariciones2".

¿Por qué se aparece María? Estando la Revelación cerrada con la muerte del último Apóstol, parece superfluo que la Iglesia –el pueblo de Dios– tenga necesidad de algo más. A no ser de la gratuidad del amor divino, esta misericordia que resplandece y estalla en cada página del Evangelio, y de la cual María, la madre por excelencia, es la incansable dispensadora. En efecto, la aparición, en su mensaje, jamás añade nada a la Revelación: ninguna enseñanza nueva, ninguna revelación original. Simplemente, manifiesta bajo forma de signo, con carácter a veces carismático, la actualidad de un amor que no se ha apagado en la cruz, y del cual ella es la testigo por excelencia: la Madona de las apariciones es la humilde sierva del Altísimo, María de Nazaret, la Virgen del Fiat y del Magníficat, la Virgen de la cruz y de Pentecostés. Aquella que Dios se eligió como Madre con el fin de hacer de nosotros sus hijos, en Jesucristo. Y, desde los primeros siglos del cristianismo, la piedad de los humildes –fuesen ellos sabios Doctores de la Iglesia o grandes santos– se ha complacido concibiendo que, lejos de permanecer inaccesible en las alturas del empíreo tras su Asunción, la Madre de Dios no cesa de mostrarnos que ella es igualmente y siempre nuestra madre. Ella se prueba por esos signos que son las gracias que nos obtiene, y, entre estas gracias, preciosa por lo rara, la aparición: la intervención sensible y amante, plena de ternura y de gratuidad.

Las primeras apariciones de la Virgen se remontan a la época patrística: Gregorio de Nisa (+394) relata una visión de María y del apóstol San Juan con la que habría sido favorecido San Gregorio el Taumaturgo (+270). Desde esta época por lo tanto, la idea de intervenciones extraordinarias de la Madre de Dios es admitida. Pero es el concilio de Efeso (431) el que, proclamando la maternidad divina de María, da a la piedad marial un impulso decisivo: las mentalidades se abren ampliamente a la devoción marial, y por ello a la presencia de María en la vida del cristiano y a la perspectiva de posibles manifestaciones por su parte. Quizás la primera aparición tuvo lugar en el monte Anis en el siglo IV, dando lugar al nacimiento del santuario del Puy-en-Velay, que será en la Edad Media uno de los altos lugares mariales de Europa; la legenda subraya en primer lugar el carácter carismático del hecho, pero también sus repercusiones institucionales: a la curación de la vidente, que la tradición dice tratarse de una pobre viuda llamada Vila, se añade la petición de informar al obispo, es decir de someter el hecho a su apreciación.

Durante toda la época medieval se sucederán mariofanías semejantes, que a veces darán lugar a la erección de santuarios: Europa entera es una constelación de ellos, desde Evesham (Inglaterra, 709) hasta Meterdomini (Italia, 1041) o a Santa Gadea del Cid (España, 1399). María aparece para dispensar sus gracias –curaciones, protección–, pero también para enseñar: se hace educadora de la fe, cuando el pueblo de Dios se deja ir hacia la tibieza o la negligencia, no dudando si es necesario en reprender con severidad. Es lo que ocurre en Trois-Epis, en 1491, en una aparición considerada como la primera de la época moderna: si los hombres no se convierten, la justa cólera de Dios los golpeará.

Confrontada a tales hechos, la autoridad eclesiástica se ve en la obligación de intervenir: para canalizar la piedad de los fieles o, llegado el caso, para denunciar la ilusión, el fraude o la superchería (¡las apariciones falsas ya existían entonces!). Será necesario sin embargo llegar al concilio de Trento para que un comienzo de legislación en materia de apariciones se promulgue. Una legislación que se atiene sobre todo en extraer de los hechos aquello que puede servir a la edificación del pueblo de Dios, es decir no tanto al relato de la aparición y de sus circunstancias que a su impacto sobre la piedad de los fieles: al signo que constituye la aparición, sucede un santuario, que testifica su fecundidad. Este esquema se mantiene hasta el siglo XIX, independientemente de las particularidades ligadas a cada caso: la Virgen aparece antes que nada para que sus hijos se enraícen más todavía en la comunión eclesial, que es comunión de oración en la caridad. El papel de los videntes, de los testigos, es secundario, lo que importa, es el mensaje y su recepción por parte del pueblo de Dios.

Mensaje variado en función de los acontecimientos, pero que lleva siempre a lo esencial: la comunión eclesial. María aparece cuando esta comunión está amenazada, bien desde el interior –a causa de la tibieza o de los pecados del pueblo de Dios–, o bien desde el exterior, cuando surgen los peligros del Islam conquistador, y más tarde de la herejía. Incansable, la Virgen interviene para estimular y animar la piedad –en Cotignac (Francia, 1519), en Savona (Italia, 1536)–; para curar o proteger, sobretodo cuando las epidemias de "peste"– en Monte Berico (Italia, 1424)–, para ganar las almas a la fe en su Hijo –en Guadalupe (Méjico, 1424)–, para reafirmar la fe amenazada por los turcos, en Sveta Gora (1539), o por los protestantes, en Ziteil (Suiza, 1580). Hasta el último siglo, tales apariciones son frecuentes en toda la catolicidad.

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